Carta a un amigo
Arde mi alma, cereales y una taza de café delante. Echo un vistazo al pasado, a mis inicios junto a ti. Sí, junto a ti. Hoy no me escribo a mí, no le escribo a otra persona, te escribo a ti, por quién mi alma arde, quién a través de los años ha sido como una avalancha, por quién mi alma sufre y desfallece, pero vuelve a renacer con cada suspiro, y cada vez más fuerte que antes. “Toma lo que tengo y lo que soy”, te dije en aquellos días, y te lo sigo diciendo hoy. Los años han pasado y en mis oraciones te he pedido que si algo quiero que no cambie a lo largo de los años es la fe con la que te creía de niño, cuando oraba para que guardaras a mi padre en la carretera.
Amigo, he hablado a algunos de ti y otros han tenido sus propias experiencias contigo, y cada uno lo transformaste cuando se dejaron ver a cara descubierta. Quiero pedirte perdón por lo complejo que me he vuelto con el pasar de los años, y porque las experiencias que otros han tenido contigo no me hayan conmovido como lo hacían en aquellos días. Puedo ver en la mirada de cada persona que a diario te recibe como el Señor de su vida, y veo el brillo que traes a sus vidas a través de sus ventanas del alma.
Cuando me contaron que habías muerto para traerme libertad no podía creer leño increíble que era eso, y en mi interior había un fuego que no medía cuanto me podría llegar a entregar si por ti se trataba. Con los años me creí dueño de mis sueños cuando en cada momento en el que me encerraba a llorar y tu me decías “aquí estoy”, y te sentabas a mi lado; cuando de rodillas me susurrabas al oído y dormido me cantabas nanas de amor y libertad, cuando alzabas tu bandera y traías luz a mis huesos rotos. Ebenezer, hasta aquí has sido fiel y lo sigues siendo. Si hiciera una autobiografía en mi corazón desearía que fuera de esos momentos en los que me traías de las tinieblas a la luz. Me hiciste esa pregunta, mi respuesta fue que el premio era que te vieran a ti y no a mí. Soy un muñeco que sin ti es como aquel soldadito que sus piezas se oxidan y para de moverse, puesto que no hay aceite que recorra sus engranajes.
Prefiero un día en tus atrios que mil fuera de ellos. Que cínico es el miedo que me susurra que es mayor que yo y pretende dominarme y estancarme, cuando no se trata de lo pequeño yo sea, sino de lo enorme que es tu majestad. Si voy a los mares ahí estás tú, y en Peniel y en Sión también; en los lagares, ahí estás tú, y cuando tus promesas son cumplidas también estás ahí. Estás en Canaán y estás en Jerusalén; allá donde vaya ahí estás. Elijo estar cerca de ti antes que el trono, y elijo dejar correr el río en el que los peces que nadan te pertenecen a ti, aunque haya sido yo partícipe de su crecimiento. Fuiste tú quien los formaste, y aunque los ame y ame con locura ese lugar, fuiste tú quien me puso ahí y hoy me da dirección. Solo te pido que fortalezcas su fe y les los guardes en su viaje a través del río.
Ahora estoy aquí con el teclado mojado y dejando en esta carta un trozo de mi corazón. Eres tú quien dirige mis pasos y hace liviana mi carga; eres tú mi fiel amigo y mi maná en el desierto. Hay cosas que no puedo decir en esta carta y prefiero confesarte cuando sólo tu lees. Ahora me encuentro a mí mismo en esta parte del camino hacia la tierra prometida, agradecido por la belleza del paisaje y por las enseñanzas del pasado, porque me llevas a un mejor futuro, por cada compañero de viaje, y porque me das la esperanza de ser perfeccionado y madurado en un amor incomparable e inagotable. Hoy arde, arde mi alma en un amor que no deja de ser.